I. La civilización de los Incas
La sociedad inca El territorio del imperio estaba repartido en tres partes: una para el Sol, otra para el Inca, y la última para el pueblo. Las tierras asignadas al Sol producían una renta que se aplicaba a la conservación de los templos, a la celebración de las suntuosas ceremonias de culto peruano y al mantenimiento de una numerosa clase sacerdotal. Las reservadas al Inca servían para sostener la dignidad real, así como la del copioso personal de su casa y de su parentela y para atender a las necesidades del gobierno. El resto de las tierras se repartía entre el pueblo en partes iguales. El territorio era cultivado en su totalidad por el pueblo. En primer lugar se ocupaba de las tierras pertenecientes al Sol. Luego se labraban las tierras de los ancianos, de las viudas y los huérfanos, así como las de los soldados en activo, en una palabra, de todos los miembros de la sociedad que, a consecuencia de alguna deficiencia corporal o por cualquier otra causa, no se hallaban en situación de ocuparse de sus propios asuntos. Imperio Inca Después de estos, los habitantes tenían libertad para trabajar su propio feudo, cada uno para sí, pero con la obligación general de ayudar a sus vecinos cuando alguna circunstancia, por ejemplo la carga de una familia numerosa, así lo exigía. El sistema aplicado para las tierras se empleaba también en la industria. Los rebaños de llamas, u ovejas del Perú, pertenecían en exclusiva al Sol o al Inca. Eran innumerables y estaban repartidos por las distintas provincias, sobre todo en las regiones frías del país, en las que se confiaban al cuidado de pastores experimentados que los llevaban a pastos diferentes según la estación. Al llegar la época, se procedía a la esquila general de la lana, la cual era depositada en almacenes públicos. Luego se distribuía entre las diferentes familias, de acuerdo con las necesidades de cada una, y éstas la entregaban a sus mujeres, que hilaban y tejían a maravilla. Una vez hecho esto, y después de que toda la familia se hallaba provista de unas vestiduras toscas, pero abrigadas, adecuadas al clima frío de las montañas, el pueblo tenía la obligación de trabajar para el Inca. La cantidad de tela exigida, así como la clase y la calidad, eran determinadas en Cuzco. Todo el mundo encontraba ocupación, desde el niño de cinco años a la anciana cuyos achaques no le impedían hilar el copo. Todas las minas del reino pertenecían al Inca. Eran explotadas en su único y exclusivo provecho por gentes familiarizadas con este tipo de trabajo y escogidas en los distritos en que estaban situadas las minas. Todo peruano de la clase inferior era labrador y, a excepción de los que hemos mencionado anteriormente, debían proveer a su propia subsistencia cultivando su parcela de terreno. Sin embargo, a una pequeña parte de la sociedad se le enseñaban las artes aplicadas, algunas de las cuales estaban destinadas a satisfacer las exigencias del lujo y la elegancia. Las diversas provincias del país suministraban gentes especialmente idóneas para los diferentes oficios, los cuales se transmitían generalmente de padres a hijos. Una parte de los productos agrícolas o manufacturados era llevada a Cuzco para atender a las demandas inmediatas del Inca y de su Corte, pero la mayor parte de ellos era conservada en las diferentes provincias. Los impuestos que debía soportar el pueblo del Perú, parece que eran bastante fuertes. El solo debía proveer a su subsistencia y, además, al mantenimiento de los demás órdenes del Estado. Los miembros de la casa real, los grandes señores e incluso los funcionarios públicos y el cuerpo sacerdotal, que eran todos numerosos, estaban exentos de gravámenes. Lo peor, sin embargo, para el pueblo peruano, era que no podía mejorar su condición. Su trabajo era para los demás en mayor proporción que para él mismo. Como carecía de moneda y tenía muy pocas propiedades, pagaba sus impuestos en prestación personal. Es éste el lado más sombrío del cuadro. Si bien nadie podía enriquecerse en el Perú nadie podía, en cambio, empobrecerse. La ley tendía constantemente a favorecer una industria regular y a llevar con prudencia todos los negocios. El sistema de comunicaciones, que era ya muy importante, quedó aún más perfeccionado con la introducción de las postas, siguiendo el sistema puesto en práctica por los aztecas. Sin embargo, las postas peruanas, establecidas en todas las grandes vías que llevaban a la capital, estaban ordenadas siguiendo un plan mucho más vasto que las de México. A lo largo de los caminos se elevaban unos pequeños edificios, distantes unos ocho kilómetros entre sí, en cada uno de los cuales había un cierto número de corredores llamados chasquis, para transportar los despachos del gobierno. Estos despachos eran verbales o transmitidos por medio de quipus y algunas veces iban acompañados de un hilo de la franja carmesí que ornaba la frente del Inca; este hilo exigía la misma deferencia que llevaba implícita el anillo de un déspota oriental. Debido a estas sabias medidas de los Incas, los extremos más lejanos del larguísimo territorio peruano estaban hábilmente aproximados entre sí. No podía estallar el menor movimiento insurreccional, ningún enemigo podía invadir las fronteras más alejadas sin que la noticia llegase inmediatamente a la capital y que los ejércitos imperiales se pusiesen en marcha por los bien cuidados caminos del país para contenerlos; pues, a pesar de las protestas del pacifismo de los Incas y de que la misma tendencia conformaba sus instituciones domésticas, estaban constantemente en guerra. Gracias a la guerra su estrecho territorio se había ido convirtiendo, poco a poco, en un poderoso imperio. Los soberanos del Perú desconfiaban de la aparente sumisión de sus nuevas conquistas. Retenían en la capital, como ya hemos visto, a los primogénitos de los caciques enemigos, como garantía de su fidelidad; además, como el hecho de no poder entenderse siempre con sus nuevas provincias planteaba algunas dificultades, decidieron implantar un idioma uniforme, el quichua, proclamando, al mismo tiempo, que nadie que no hablase dicha lengua podría ser designado para ocupar cargos que comportasen honores y beneficios. Había, sin embargo, otro medio aún empleado por los Incas para asegurarse la lealtad de sus súdbitos. Si una parte de la población de una región recientemente conquistada daba muestras de una terca resistencia, solía hacerse emigrar a un grupo importante de habitantes, diez mil o más individuos, a un extremo alejado del imperio, habitado por vasallos de lealtad acrisolada. Una igual cantidad de estos últimos era transferida al territorio desalojado por los emigrantes. El objetivo final de estas instituciones era la paz interior, pero al parecer, ésta sólo se podía conseguir por la guerra en el exterior. Tranquilidad en el seno de la monarquía, guerra en sus fronteras, tal era la situación del Perú. Con estas guerras ocupaba a una parte de su población y, con la conquista y civilización de sus vecinos bárbaros, aseguraba la tranquilidad de la otra parte. Todo rey Inca, aunque dulce y bondadoso en su comportamiento con sus súdbitos, era en esencia guerrero y mandaba en persona a sus ejércitos. Cada reinado dilataba las fronteras del imperio. Los años, en su transcurso, veían siempre regresar a la capital al monarca victorioso, cargado de botín y seguido de un cortejo de jefes tributarios. La recepción que se le hacía era triunfal. La ciudad entera salía a rendirle honores, ataviada con los trajes vistosos y pintorescos de las diferentes provincias, con las banderas desplegadas y cubriendo de flores y hojas el camino del vencedor. El Inca, llevado en su silla de oro a hombros de los señores, se dirigía en solemne procesión y pasando bajo los arcos triunfales elevados en el trayecto, al gran templo del Sol. Una vez allí, y ya sin séquito (pues únicamente el monarca podía penetrar en el sagrado recinto) el príncipe victorioso, despojado de sus insignias reales, descalzo y lleno de humildad, se acercaba al altar y ofrecía un sacrificio de acción de gracias a la gloriosa divinidad protectora de la fortuna de los Incas. Terminada esta ceremonia, todo el pueblo se abandonaba a las mayores demostraciones de júbilo.
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