I. Antecedentes familiares
Otro escenario para el amor En Lucena, a donde el ya coronel Pineda y Ramírez ha llegado en sus correrías a caballo desde Granada, vive una muchacha de singular belleza. Se llama María de los Dolores y se apellida Muñoz Bueno. Los padres de la damita, de extracción humilde para los tiempos, aunque no menguada de intereses en ese futuro siempre incierto de las herencias, son unos labradores de buen pasar que cuidan sus tierras en la villa cordobesa. El coronel, que por el fluir calamitoso de los malos tiempos políticos se encuentra ya, y por adelantado, en situación de retiro, se encapricha por la muchacha la primera vez que la ve. El capricho se convierte en interés y no tarda, al menos él lo cree así, en enamorarse de ella. Oscuros son los designios del corazón. ¿Galanteo de un coronel que cree ver presa fácil en una mocita de pueblo? ¿Algo más, llamado amor sincero, al margen de las desigualdades de cuna y de nombre? ¿Pasatiempo, juego, deseos de divertirse? ¿Pasión real que podrá dar paso a una situación estable y seria, como se decía entonces? No se ponen de acuerdo los autores, aunque los más dados al folletón romántico describen una pasión sincera y arrebatadora, que hace al coronel dispuesto a renunciar a todo por el amor. Esta, entretanto, verá en su galán, antes que nada, el brillo espejeante de su apellido y de su condición militar. Varonil y apuesto, el coronel Pineda y Ramírez inflama de sueños de hadas la imaginación de la chica. Ya se ve esposa respetada y elevada a altas alcurnias. Ya se siente complacida y mimada en un carmen granadino. Los acontecimientos políticos, que por estos días asedian a los españoles, resbalan por la epidermis de la mocita, que se entrega arrebolada a su galán, sinceramente enamorada de él, según algunos; deslumbrada por su condición, según otros. Pero, al decir de todos, María de los Dolores es una auténtica belleza cordobesa, una mujercita que al andar parece deslizarse a los compases de una música de ensueño. Dos ojos negros, encendidos, cautivadores, conducen a quien los admira a todos las fantasías. A los ojos del coronel una indolencia absoluta cerca a su amada, la sumerge, la estruja. Esa indolencia sólo se bate en retirada a la hora del amor. Entonces se convierte en hembra febril y apasionada. La pasión se convierte en obsesión para el coronel, a quien ya no bastan los encuentros furtivos, los momentos urgentes, cortados por la prisa, por el miedo de María de los Dolores a que sus padres se enteren de todo. —¿Y qué más da? —preguntará él—. ¿Es que tus padres no se vieron nunca antes de casarse? El corazón de la muchacha alcanza entonces su máximo diapasón. —¿Casarse? ¿Es que nosotros vamos a casarnos? —No veo por qué no. —¿Cómo? —voz lastimera, plañidera casi—. No soy más que la hija de un labrador. ¿Qué se diría en Granada? ¡Esas cosas no ocurren nunca! ¡No pueden ocurrir! —¡Déjate de recelos, María de los Dolores! Y los recelos se apagan. Y el coronel, que aventura o no, decide estar todo el tiempo al lado de la mujercita de ojos color azabache, no tarda en tramar su plan. —Todo lo tengo preparado. Antes de que acabe el mes, partiremos para Sevilla. A la chica le sale la voz escandalizada: —¿A Sevilla? ¿Huyendo? ¿Dejando la casa de mis padres? —Claro. ¿O es que no me quieres? Duda, acaso sin dudar, María de los Dolores: —Sí, pero… ¿Sin casarnos? Como muy convencido de su plan, aduce el coronel: —Dado mi rango militar, me llevaría mucho tiempo el papeleo. Nos eternizaríamos. Y María de los Dolores, angustiada: —¿Cuándo podremos casarnos? —Hechos consumados. Al Rey don Carlos no le quedará más remedio que concederme la Real Cédula para evitar el escándalo… El coronelato y, sobre todo, la estirpe de los Pineda, aparte de la atracción encendida que siente hacia él, convencen a la moza. Una noche de abril, plena de fragancias y estrellas en el cielo, María de los Dolores Muñoz Bueno, sin pararse a pensar en la deshonra que va a producir en el seno de su familia, abandona la casa de sus padres. El coronel la aguarda a la salida de Lucena, feliz y contento por haber capturado su presa de amor. Juntos parten para Sevilla y, a orillas del Guadalquivir, alquilan un aposento discreto a cubierto de curiosas y malignas miradas. Don Mariano Pineda y Ramírez es feliz, plenamente feliz. María de los Dolores Muñoz Bueno también. Pero, por veces, siente temor ante el futuro.
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