El parásito del tren: 2
none Pág. 2 de 4 El parásito del tren Vicente Blasco Ibáñez -¡Por Dios, señorito! -gimió con voz ahogada-. Señorito, déjeme usted. Soy un hombre de bien. Y había tal expresión de humildad y angustia en sus palabras, que me sentí avergonzado de mi brutalidad y le solté. Se sentó otra vez, jadeante y tembloroso, en el hueco de la portezuela, mientras yo quedaba en pie, bajo la lámpara, cuyo velo descorrí. Entonces pude verlo. Era un campesino, pequeño y enjuto, un pobre diablo, con una zamarra remendada y mugrienta y pantalones de color claro. Su gorra negra casi se confundía con el tinte cobrizo y barnizado de su cara, en la que se destacaban los ojos, de mirada mansa, y una dentadura de rumiante, fuerte y amarillenta, que se descubría al contraerse los labios con sonrisa de estúpido agradecimiento. Me miraba como un perro a quien se ha salvado la vida, y, mientras tanto, sus oscuras manos buscaban y rebuscaban en la faja y los bolsillos. Esto casi me...
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